27 febrero 2008

Tiempeando

Acabo de volver a ver "El Cazador". Había olvidado casi por completo la primera parte, donde M. Cimino muestra al espectador un día cualquiera en un pueblo cualquiera.
Mi memoria sólo comenzaba a partir de Vietnam, con el paso rasante del primer helicóptero que sirve de fundido, y retenía especialmente las anchas cintas rojas de los jugadores de ruleta rusa.
La he visto hoy como una película que es ya de otro tiempo, que invierte una gran parte de metraje en los aburridos detalles de una lenta boda ortodoxa lituana. Una película que debe tanto todavía a la novela, al ritmo de la letra escrita, donde la historia "de verdad" no comienza hasta la página cuarenta, y cuyo último tercio se dedica a reflexionar sobre las consecuencias de la rápida e intensa parte de la aventura.

(Aunque hay quien excusa esta extraña asimetría como "guión deliberadamente descompensado", parece que el propio director está de acuerdo.)

Una estructura que me recuerda mucho a tantas clases en las que me demoré en un lento preparatorio y que coroné con una extensa (y quizá necesaria) reflexión final, dejando en el centro a la actividad, que a veces no servía más que de refuerzo, descanso o excusa.

Pero ¿qué se recuerda al final? ¿qué te queda cuando miras a otro lado después de apagar la pantalla?
Sólo el núcleo, la dinámica: la cinta roja, la detonación, la aventura.

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